El premio Nóbel de literatura José Saramago en su libro “La Caverna” hace mención al consumismo y la estupidez del hombre cuando entra a hacer parte de los centros comerciales, espacios que crean lo que el escritor llama “la conciencia autista”; dichas anotaciones sirven para referenciar la misma ambición y contradictoria simpleza que invadió el ambiente de quienes pensaron en construir el Centro Administrativo y Comercial Casa de Bolívar de Sopó, un centro esquinero, literalmente sin comercio y que con el tiempo ha sido destinado en su mayoría al funcionamiento de oficinas de las administraciones municipales.
En 1993, tras una votación de 6 contra 3 que concluyó con la aprobación del concejo municipal presidido en aquel año por José Vicente Prieto, el proyecto comenzó a andar bajo la administración de Luis Enrique Acosta. Los acuerdos de la época expresaron la necesidad de adelantar la construcción del centro comercial el cual generaría beneficios directos para todo el municipio. Ese era el objetivo inicial. Como en tal momento ”Sopó no contaba con las sumas de dineros suficientes para el adelanto de la construcción se hizo imperativo autorizar al alcalde para negociar el empréstito y aún, hipotecar bienes municipales en cuantías suficientes para tal fin”.
Dichas facultades fueron otorgadas al alcalde por el término de 1 año contado a partir de la vigencia del acuerdo No, 024 del 17 de noviembre de 1993 en el que aparecen estos datos. También se autorizó al alcalde para negociar un empréstito con la Banca Comercial y/o entidades financieras del Estado hasta por la suma de doscientos millones de pesos (200.000.000) con destino exclusivo a la construcción del centro administrativo y comercial. Un año atrás el jefe de planeación de dicha administración Paulo Javier Lara había calculado la misma construcción en noventa millones de pesos, (90.000.000), “deuda que podía ser cancelada en un lapso de tres años a la entidad prestadora, pues una vez lista la construcción, el municipio podía entrar a recibir rentas”. La información aparece referenciada en acta No. 002 del 25 de noviembre de 1992.
Trece años después, ni la inversión fue recuperada, ni el objetivo inicial se cumplió. En la actualidad, el centro comercial cuenta con un número aproximado de 20 locales; un mínimo de éstos generan recursos al municipio por pago de arriendos. Hacen parte del grupo: una fotocopiadora, un consultorio odontológico, el Juzgado y la Registraduría. La mayoría de locales restantes están destinados a oficinas de la administración municipal, incluso oficinas como la de la Empresa de Servicios Públicos, no cancela arriendo alguno.
El maravilloso comercio proyectado en aquella época no superó la época del trueque. En cambio sí permitió la demolición de una construcción considerada como patrimonio del municipio por tener corte y aspectos coloniales; se trataba de la Casa de Bolívar, espacio en el que se llevaban a cabo cursos y talleres de formación artística, donde los estudiantes de los colegios asistían a sus ensayos de danza y teatro; las señoras se divertían con el barro y los telares y los más bohemios disfrutaban del chasquear de los pisos y la grietas de los muros.
Demoler o restaurar fue entonces la inquietud. Y aunque otro de los acuerdos sobre el tema consigna la prohibición de las demoliciones en las zonas con tratamiento de conservación arquitectónica, la vieja y patrimonial Casa de Bolívar fue demolida y reemplazada por un modelo y copia de casa europea con fines occidentales.
Ahora el municipio no cuenta ni con una construcción patrimonial, ni con un verdadero centro comercial. Tal vez entre el chiste y la chanza que encierran los juegos de palabras, el proyecto sí responde al nombre con que lo bautizó uno de los concejales que estuvo en contra de la obra: “Estupilandia”. Un espacio en el que los locales comerciales han estado pero no han funcionado, prueba de esto son las deudas y procesos jurídicos con los que quedaron algunos de los primeros arrendatarios que creyeron en la idea de una metrópoli.
Hoy, el nombre de Bolívar engalana la que no es su casa original; la pasividad y el sombrío movimiento del lugar se asemeja cada vez más a la idea de un espacio cerrado donde la gente ha trazado una ruta de atajo esquinero. Mera coincidencia con la triste caverna de la que habló Saramago.